Cuando Obelix -el genial personaje de Uderzo y Goscinny- tenía hambre, soñaba con un jabalí. Del mismo modo que Carpanta, nuestro entrañable sin techo, lo hacía con un pollo asado. Sin duda, cada país tiene su particular medida de la abundancia y sus propios fetiches en cuestiones de estómago. El jabalí, descendiente del mismo antepasado que el cerdo común, ha representado desde tiempos remotos un ideal de opulencia, el festín por antonomasia. Y tal vez por esa identificación con la desmesura –aunque también por su pronunciado y agreste sabor- la cocina moderna, ligera y cargada de sutilezas, siempre ha mantenido a la bestia hirsuta, como ha llamado algún clásico al cerdo bravo, en un discreto segundo plano.
El jabalí (sos scrofa) es un mamífero salvaje abundante en las zonas boscosas de toda la Península Ibérica, aunque su gran capacidad de adaptación le permite habitar también en los encinares y las manchas de matorral. Los animales adultos pueden alcanzar hasta 1,60 metros de longitud y en algunas zonas europeas se han cobrado piezas de alrededor de 300 kilos de peso. Se alimenta de raíces e insectos, pero no desdeña bajar a cenar, como saben muy bien los agricultores, a los sembrados y las huertas, donde llega a producir grandes destrozos.
Se trata de un animal pacífico, salvo cuando se ve acorralado por una jauría de perros o se encuentra herido, momento en el que se enfurece y carga contra sus enemigos armado de dos poderosos y afilados colmillos, que no en vano reciben el apelativo de cuchillos o navajas. “No hace el bien hasta después de muerto”, se ha llegado a decir del verraco. La mayor dificultad para el cazador estriba en la capacidad de jabalí para mimetizarse con el terreno. Lo cual, unido a su fiereza cuando se siente acosado, hace de esta especie de caza mayor uno de los trofeos más preciados para el aficionado a la escopeta.
JABALÍ A LA RATAFÍA. La carne del jabalí adulto es dura y de sabor intenso –a veces excesivo, como se decía más arriba-, por lo que los cocineros, al contrario que los cazadores, prefieren los ejemplares jóvenes, de entre uno y dos años, de carne sabrosa –sin pasarse- y sensiblemente más tierna. Con las distintas partes del animal se elaboran embutidos (salchichones y chorizos, patés, cecinas, la popular cabeza de jabalí) y algún establecimiento, como Casa Parrilla, en la localidad toledana de Las Ventas con Peña Aguilera, incluso lo ha llegado a servir en carpaccio.
Los manuales de cocina están repletos de recetas clásicas de jabalí, muchas de las cuales es posible encontrar en los restaurantes de las zonas donde abunda la especie: a la cazadora (con patatas, zanahorias y hierbas aromáticas), en civet (con abundante vino tinto), estofado, incluso con salsa agridulce… Pero lo habitual, en la cocina contemporánea, es aplicarle el mismo tratamiento que al cochino de pata negra: desde las chuletas de jabalina con tres purés (espinacas, fruta roja y castañas) que sirve Iñaki Camba en el restaurante madrileño Arce hasta los lomos de jabalí a la ratafía (el popular licor catalán) con patatas confitadas al aceite de jabugo que prepara Joan Roca en su Celler de Can Roca gerundense, sin desdeñar alguna que otra curiosa fórmula de cocina fusión, como el chile chipotle con jabalí picado y chorizo ibérico con el que nos sorprendió hace algún tiempo el restaurante mexicano Entre Suspiro y Suspiro, también de la Villa y Corte. J.R. Peiró (METRÓPOLI, noviembre 2007)