(Continuación de la serie de cuatro artículos sobre las concordancias -o armonías- entre los vinos y los platos del menú iniciada el pasado 23 de septiembre. La entrada de hoy se ocupa de la rica despensa del mar).
PESCADOS Y MARISCOS. La proverbial sintonía entre pescados y mariscos con el vino blanco puede y debe matizarse. Al marisco le va como anillo al dedo el vino blanco joven y muy seco, de dos años de edad como mucho. Las ostras admiten y agradecen la presencia del champaña o el cava, cuyo paladar acídulo potencia, como las gotas de limón, el profundo sabor yodado de este bivalvo. Lo mismo puede decirse de algún que otro marisco de sabor pronunciado, como los erizos de mar recién abiertos.
En general, los mariscos, ya sean crudos, cocidos o a la plancha, se caracterizan por un sabor delicado, que no conviene desdibujar tras el ímpetu de un vino blanco de crianza o un tinto. Un albariño gallego del año, alguno de los ribeiros de nuevo cuño elaborados con uva treixadura o un blanco de Rueda –verdejo- serían opciones muy recomendables, así como algún otro del Somontano o el Penedés. La singular impronta del verdejo superior le permite acompañar con cierta ventaja la mayoría de los moluscos bivalvos, incluidas las ostras. Los guisos a base de grandes crustáceos. una langosta a la americana por ejemplo, reclaman blancos de mayor enjundia, tal vez un buen chardonnay fermentado en barrica.
En el fondo, importa más, a la hora del maridaje vino-plato, la fórmula de elaboración que la naturaleza del ingrediente. Es el caso de los pescados, en donde suele ser decisiva la salsa que lo acompaña. Lo dicho para la mayoría de los mariscos –-vino blanco joven- puede aplicarse a los pescados blancos (merluza, rodaballo, lenguado, rape, lubina…) sencillamente elaborados: cocidos, a la sal o a la parrilla; una regla que se trastoca cuando pasamos a elaboraciones más complejas y de sabor más pronunciado, como la salsa verde, la salsa vizcaína o el suquet catalán. Aquí, lo procedente es un vino blanco especiado y untuoso, como algunos gewürztraminer catalanes o aragoneses (Somontano) o la mayoría de los blancos fermentados y/o criados en roble. El principio es obvio: un golpe de sabor procedente del plato reduciría a cenizas cualquier vino blanco ligero. De nuevo hay que decir que tal vez un verdejo podría ser una opción adecuada. Da la impresión de que las posibilidades combinatorias de esta vinífera todavía no han sido suficientemente exploradas.
EL UNIVERSO AZUL. Por lo que respecta a los pescados azules (sardina, anchoa, jurel, palometa, etcétera) existe cierta controversia. Incluso hay quien afirma que constituyen uno de los enemigos naturales del vino, que en su presencia queda desvirtuado. La experiencia dice que con unas sardinas asadas en la brasa casan a la perfección tanto un blanco graso y ligeramente abocado, como un rosado de cuerpo o un tinto recién fermentado y no muy subido de color. Este último tipo de vino, o incluso un tinto de poca crianza, se revela como una buena opción para la mayoría de los guisos de bacalao, tan en boga en los tiempos que corren. Algunas preparaciones de tacto eminentemente gelatinoso, como el pil-pil, podrían atreverse con un tinto de más enjundia. Lo mismo que un ajoarriero o una vizcaína.
A los pescados ahumados (anguila, salmón) les sienta como un guante la manzanilla, pero también pueden congeniar con un blanco denso y ligeramente abocado. Ante los pescados crudos y los potentes aderezos que los acompañan, igual que ante una buena parte de los platos especiados de la cocina oriental, lo que procede es un blanco de acusado carácter varietal, como un moscatel seco, algunos viognier o el citado gewürztraminer. El robusto paladar de las salazones de pescado prefiere, sin embargo, un tinto joven de mucho cuerpo, un monastrell jumillano, por ejemplo. Para el caviar, siempre champaña, aunque sólo sea por mantener un mínimo de coherencia entre alimentos y bebidas de una misma clase social. J.R. Peiró y Jesús Flores
PRÓXIMO CAPÍTULO: CARNES DE PELO Y PLUMA