Paco Rodero, propietario de Pago de los Capellanes, nos llama para invitarnos a una doble cata vertical de sus Picón y Nogal, dos de los tintos ribereños en la parte más alta del escalafón de la calidad. Nos plantamos en el restaurante madrileño Alabaster de nuestros buenos amigos Óscar Marcos y Fran Ramírez sin pensarlo dos veces. No todos los días del año puede uno cruzarse con ocho botellas de ese nivel. Un privilegio y un verdadero lujo.
Conocimos a Francisco en los lejanos años 90 gracias a Mariano García, que además de una autoridad de la enología española del siglo XX es un hombre que sabe reconocer el trabajo de las gentes que se inician en el oficio bodeguero con ganas de hacer bien las cosas. Paco Rodero y Conchita Villa, su esposa, se estaban trasladando por entonces desde Barcelona, donde se habían dedicado con éxito a la moda y confección. Su hermosa bodega la construyeron por fases, la última de ellas inaugurada hace apenas un lustro. Lo importante, desde el primer momento, fue rescatar un pequeño viñedo familiar en el municipio de Pedrosa de Duero (Burgos), cuna de algunas de las etiquetas más celebradas de la Ribera del Duero. Año tras año fueron multiplicando los mejores clones de tinto fino e implantándolos en distintos majuelos. Hoy cuentan con 35 parcelas de viña perfectamente delimitadas, a cada una de las cuales dan los tratamientos que exige la cosecha. Viticultura de precisión, se llama eso.
EL SECRETO ESTÁ EN LA VIÑA. Bajos rendimientos –unos 5.000 kilos por hectárea de media, muy por debajo de los mínimos que establece la denominación de origen–, cuidadoso trabajo en la bodega a cargo de Francisco Casas –director enológico, conductor de la cata– y estudiadas crianzas en roble francés son algunas de las líneas de trabajo que han situado las etiquetas de Rodero entre las mejor valoradas por crítica y público.
Una de esas parcelas, la conocida debido a su forma por el nombre de El Picón, demostró pronto la especial finura de sus tintos, lo que decidió a los propietarios a vinificarla y embotellarla por separado. Fue un éxito sin precedentes en los corrillos del vino español del último cambio de siglo. Más tarde le llegó el turno a El Nogal, pago injertado con yemas del citado El Picón. Ambos vinos, con cuatro añadas cada uno, fueron los protagonistas de la reunión del pasado 9 de abril.
EL NOGAL. Con seis has de viña de bajo rendimiento (aproximadamente 4.000 kg, tal vez algo menos), El Nogal ocupa el segundo puesto en la escala de prestigio –y precios– de la bodega. El vino fermenta en conos de roble francés antes de pasar a las barricas nuevas del mismo material, donde se cría una media de 22 meses. De las cuatro añadas presentes en la cata nos gustó especialmente la de 2006, por la complejidad mineral y especiada de su nariz, amén de un paladar fresco y con una rara mezcla de sutileza y energía. Tampoco eran mancos los tintos de 2003 y 2011, primera y última entrega de la marca, respectivamente. Del 2003 nos cautivó la profundidad de su nariz (interminable sucesión de notas balsámicas y de fruta madura, de bosque umbrío y tierra mojada), mientras que del adolescente 2011 nos quedamos con el recuerdo de sus finos aromas (eucalipto, clavo, cereza) y con la promesa de una boca –algo tirante aún– que alcanzará su apogeo en un par de años. Habrá que esperarlo.
EL PICÓN. De la parcela El Picón –apenas dos has de viña de rendimiento aún más contenido que el de su pariente El Nogal– procede el escalón más alto de los tintos de Paco Rodero. Igual que su hermano, fermenta y madura en contacto con madera francesa (normalmente 26 meses de barrica), desde donde pasa a la botella sin clarificar ni filtrar. El 2009 es una bomba, lo tiene todo: bálsamo y humo, finas especias, recuerdos de sándalo y maderas preciosas; paladar redondo y largo, interminable. Lo mismo que el 1999 que inauguró los vinos de parcela de la casa, un tinto por el que no parece haber pasado el tiempo salvo para hacerlo crecer: laurel y flores azules, ecos minerales, boca sorprendentemente fresca y tersa… Y lo que le queda por delante. Quien diseñó este vino hace quince años sabía muy bien lo que hacía.
Grandes también, pero en un tono ligeramente menor, los 2004 y 2010 que completaban la serie. Un final que nos pareció un punto cálido empañaba ligeramente los abundantes atractivos del primero, mientras que del segundo –un tinto inacabado, que todavía debe terminar de encajar sus piezas en la botella– no terminaron de convencernos sus rasgos más golosos y abocados… Aunque tómese esto último con las debidas reservas, porque para quien lo cuenta ésta era la tercera cata de un jueves loco de este alocado –comunicativamente hablando– mes de abril. Otro día hablaremos del fastuoso tren de vida de los plumillas del vino y la gastronomía.