La uva gewürztraminer fue la reina de una reunión celebrada hace un par de días en el nuevo restaurante madrileño de Rodrigo de la Calle, en el hotel Villa Magna. Se trataba de examinar la evolución que han seguido en la botella los blancos que elabora la bodega aragonesa Viñas del Vero a partir de esta variedad centroeuropea. Hasta cinco añadas distintas se degustaron en compañía de los platos diseñados para ocasión por el chef arancetano: 2012 (la cosecha vigente), 2006, 2001, 1994 y 1991. Una de las catas más interesantes a las que hemos podido asistir en los últimos meses. A saber:
VIÑAS DEL VERO GEWÜRZTRAMINER 2012. Abrió la serie un vino expresivo, con todos los atributos de la uva en estado puro: fragante y seductor en nariz, fresco y sedoso en el paladar. Compañía perfecta para los entrantes del menú: sándwich de cítricos, macaron de algas, croqueta de quinoa, ajoblanco de melón y puerro tostado con esencia marina.
2006. La cosecha 2006 -año de influencia atlántica en palabras de José Ferrer, enólogo de la bodega-, un blanco de talante mineral, voluptuoso en la boca, se adaptó como un guante a la coliflor crujiente con mole y maíz seco, tal vez el plato más arriesgado de la sesión, con el característico toque picante y especiado del guiso poblano.
2001. Tras doce años en la botella, del Gewürztraminer 2001 sorprendieron su vigor y equilibrio. Aromas cítricos y de miel; sabroso y fresco en el paladar, con mucha vida por delante… Ideal para saborear el risotto de algas y salmonete, un plato redondo, con toda la fragancia del mar. Un maridaje cercano a la perfección.
1994. Como la pareja que tomó el relevo: la cosecha 1994 y el lomo de wagyu con hongos y mostaza. El vino más complejo de la serie, con el porte de los vendimias tardías alsacianos, se acopló perfectamente al abanico de sabores y texturas propuesto en este plato por el chef.
1991. Para terminar, el Viñas del Vero Gewürztraminer 1991, primera entrega de este emblemático blanco y primer monovarietal de la uva alsaciana embotellado en el país. Maduro, de color oro viejo, sostenido por una acidez difícil de imaginar en un vino de 22 años, puso, junto al postre -tierra panela, madroño y albaricoque- un brillante punto final a la sesión.
Al final del encuentro, esa mezcla de plenitud y melancolía que sigue a ciertos momentos de la vida. La alegría de haber podido saborear unos vinos grandes y singulares como pocos –rarezas, piezas únicas, reliquias descatalogadas- junto a la sospecha –casi certeza- de que la mayoría de las botellas escanciadas nunca volverá a estar en tu copa. Vinos como esas lágrimas en la lluvia de las que hablaba el replicante mayor de Blade Runner al final de la película… J.R. Peiró