Toro celebra por todo lo alto el 25º aniversario de su constitución como denominación de origen del vino. Dicen los franceses que un cuarto de siglo no es nada –apenas un instante- en la historia de la milenaria bebida. Aunque visto de este lado de los Pirineos, 25 años pueden serlo todo o casi todo.
En ese espacio de tiempo, los españolitos interesados en el licor de Baco han contemplado unas cuantas cosas. Por ejemplo, cómo los albariños gallegos dejaban la clandestinidad y se erigían como una referencia entre los mejores blancos europeos. O cómo los broncos, rotundos y deprimidos tintos del Priorato multiplicaban por 10 o por 30 su cotización en el parquet internacional del vino. También han podido asistir a la construcción, desde cero, de un símbolo de la moderna enología hispana en el Somontano aragonés. A la consagración de la Ribera del Duero como el nuevo metro de platino iridiado del tinto español y la influencia de este hecho en la formidable revitalización de una Rioja que llegaba a los pasados años noventa con preocupantes síntomas de cansancio. O a la transmutación de la dormida comarca vinícola de El Bierzo en productora de vinos minerales y complejos que han vuelto loco a más de un crítico americano…
Y han visto, naturalmente, el imparable ascenso a los cielos de los tintos de Toro, uno de los ejemplos más representativos de lo que se ha llamado la revolución vinícola española del último cambio de siglo. En este lapso, la producción de vinos embotellados acogidos a la denominación de origen se ha multiplicado por cuatro, mientas que la superficie de viñedo y el número de viticultores inscritos en el Consejo Regulador se han duplicado. Las cuatro bodegas existentes en 1987 –dos de ellas cooperativas- se han convertido en cincuenta y tantas. Y, lo que es más importante, el nombre de Toro ha pasado a formar parte del atlas de los grandes tintos del planeta. Hay quien atribuye esta meteórica carrera a la influencia de Robert Parker, quien, bien entrado ya el nuevo milenio, profetizó que el gran vino español del futuro sería el de Toro. Pero cuando el crítico americano hizo su contundente –y en cierto modo chocante- declaración, el nuevo Toro era ya una realidad perfectamente palpable.
Si hay que buscar un “culpable” del despertar de este antiguo vino castellano, ése es, sin ningún género de dudas, Manuel Fariña. Cuando nadie creía en la denominación de origen recién nacida él llevaba ya algunos años paseando por el mundo el nombre de su comarca. Él fue quien más peleó por dotar a la zona de una denominación de origen que reconociera de una vez por todas la calidad de la vinífera tinta de toro, objeto hasta ese momento de un vergonzante tráfico de excelentes graneles que acababan visitando el mercado bajo etiquetas prestadas. En 1987, la flamante “tirilla” o precinta del Consejo Regulador sólo amparaba los vinos de cuatro elaboradores, como se ha dicho: el grupo Frutos Villar, las cooperativas de Toro y Morales y el citado Manuel Fariña, quien comenzaba a triunfar con sus tintos Colegiata pero aún habría de esperar más de una década para ver cumplidas sus predicciones sobre el espléndido futuro de la denominación de origen.
LA FIEBRE DEL DUERO. En efecto, fue en 1999 cuando la noticia comenzó a propagarse como un reguero de pólvora por los corrillos del vino: Toro se ha convertido en el nuevo paraíso para los inversores del vino. Enólogos y bodegueros de prestigio contrastado preparaban esos días su desembarco en la vieja comarca vinícola, la gema que faltaba en el deslumbrante collar de los vinos del Duero tras la definitiva consolidación de las vecinas Rueda y Ribera. Se invertían importantes capitales en la adquisición de viñas viejas –hubo un momento en el que el precio de la hectárea competía con el pagado en Burdeos- y se ponían los cimientos de las nuevas bodegas. “La fiebre del Duero”, tituló esta misma revista un reportaje en el que se daba cumplida cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los tradicionales vinos de Toro, enérgicos como pocos, rebosantes de carácter y estructura, opulentos y muy al gusto de los prescriptores internacionales del momento, eran el diamante en bruto de la España enológica de finales del s.XX. Sólo había que aplicar los principios de la enología moderna para transformar su noble rusticidad en finura y elegancia.
Dicho y hecho. Los grandes cambios tuvieron lugar en apenas un lustro -a caballo del último cambio de siglo-, convirtiendo el viejo viñedo toresano en una frenética partida de ajedrez. Los primeros en mover ficha habían sido Wenceslao Gil (Vega Saúco, Adoremus, Wences), quien tras años de dedicación a los vinos de Toro conseguía poner a punto su propia viña y bodega, y Antonio Sanz (Orot, Amant), elaborador de prestigio en Rueda, quien había vislumbrado el potencial de la zona mientras asesoraba en la cooperativa de Morales de Toro. Pronto entró en escena un Mariano García que por esas fechas comenzaba a poner a punto sus San Román con uvas de viñedos recién adquiridos en Villaester y San Román de Hornija, municipio este último donde Victoria Pariente y Victoria Benavides inauguraban el proyecto Dos Victorias con una viña comprada a un agricultor llamado Elías Mora que acabaría dando nombre a sus vinos y Pablo Álvarez (presidente de Vega Sicilia, aguas del Duero arriba) y su enólogo, Javier Ausás, se embarcaban en los ensayos que culminarían en el celebrado Pintia.
TORO SIN FRONTERAS. También por esas fechas la familia riojana Eguren (Marcos, Miguel Ángel) ponía a rodar discretamente la maquinaria que un tiempo después conduciría al fastuoso tinto Termanthia, primer vino español –si la memoria no nos falla- en conquistar 100 puntos Parker y piedra angular de una de las operaciones más rentables del vino hispano de todos los tiempos: la venta en 2008 de Numanthia Termes, nombre de la bodega, a la multinacional del lujo Louis Vuitton- Moët Hennessy (LVMH) por más de 25 millones de euros. Algo así como el reconocimiento definitivo de la dimensión internacional del nuevo Toro vinícola, por el que ya se habían interesado unos cuantos elaboradores franceses de prestigio, como Jacques y François Lurton, fundadores de Bodega El Albar, que con la entrada de Michel Rolland pasaría a llamarse Burdigala (Campo Elíseo); el magnate vinícola Bernard Magrez en sociedad con el celebérrimo actor Gérard Depardieu (Spiritus Sancti) o el pequeño viticultor Antony Terryn, propietario de Dominio del Bendito (El Titán, Las Sabias).
Francisco Hurtado de Amézaga, director técnico de Marqués de Riscal, plantaba por la época 200 has de viña, en una inequívoca apuesta por la nueva estrella del vino duriense, mientras empezaban a dormir en la barrica los primeros tintos de un puñado de bodegas destacadas en aquellos momentos inaugurales. Los sutiles Liberalia de Juan Antonio Fernández, cuyo reconocimiento por el público y la crítica llegó tras un proceso de inevitables ajustes iniciales. Los vigorosos y austeros Sobreño concebidos por el sabio Manuel Ruiz Hernández, zamorano de origen y con una vida profesional dedicada al vino en la Estación Enológica de Haro. Los carnosos Estancia Piedra al cargo de la incansable Inmaculada Cañíbano, mano derecha en Toro del abogado escocés Grant Stein, propietario de la firma… Tintos que han ido conquistando un merecido espacio en la élite de la moderna enología del país y confirmando cosecha tras cosecha que lo que estaba ocurriendo en el viñedo toresano distaba de ser un espejismo.
Pero, ¿qué es lo que tenía Toro para desatar ese desenfreno inversor? Con la perspectiva del tiempo, la respuesta nos la da Manuel Louzada, enólogo de origen portugués llegado a la zona apenas hace cuatro años para coger el timón de Numanthia Termes: “Lo que me encontré en Toro es una extraordinaria abundancia de viñedos de pie franco, con más de 50 años de edad y rendimiento muy limitado. Cepas capaces de soportar 40 grados de temperatura en verano y -10 en invierno. Saltos térmicos de hasta 20 grados en un mismo día. Precipitaciones por debajo de 300 ml. anuales… No hay muchas zonas en el mundo con esta perfecta combinación de vinífera y terroir. En estas condiciones, la tinta de Toro produce vinos de rara concentración y energía, que el enólogo debe saber conducir en la bodega y en el campo por el camino del equilibrio y la elegancia”. Un patrimonio de la enología universal que, en palabras de nuestro interlocutor, hay que proteger al precio que sea.
LOS NUEVOS ACTORES. Es lo que vieron en su día los primeros protagonistas del cambio y otros reputados bodegueros que han ido llegando con posterioridad a la denominación de origen: desde un Telmo Rodríguez que no se ha resistido a estampar en este tramo del Duero su personal sello mediante etiquetas como Gago y Pago La Jara hasta el matrimonio formado por María del Yerro y Javier Alonso, quienes, después de apostar –y ganar- con sus Alonso del Yerro en la Ribera del Duero, acaban de lanzar en Toro el Paydós 2008, un tinto exclusivo (3.500 botellas en su primera cosecha) con el que prosiguen su periplo enológico a lo largo del gran río del vino castellano.
La última hora de esta imparable D.O. Toro es la aparición hace pocos meses de Teso La Monja 2008, edición limitada (menos de 1.000 botellas) de un vino biodinámico firmado por los Eguren, cuya cotización “en primeur” se acerca a los 900 euros. Procedente de una minúscula parcela de viña centenaria, el nuevo tinto se sitúa en el vértice de la gama de la bodega homónima, donde, al poco tiempo de la venta de Numanthia Termes, los bodegueros de San Vicente de la Sonsierra volvieron a epatar a la crítica con sus Almirez, Victorino y Alabaster.
En los pasados 25 años y partiendo desde la nada, o casi, los elaboradores de Toro han conseguido lo que a otros les ha costado varios siglos. Lo han tenido todo: viñedo y terroir de posibilidades ilimitadas, inversiones suficientes y bien planteadas –nadie ha construido una bodega antes de adquirir la viña-, una crítica entregada –incluida la máxima calificación de Parker-, reconocimiento internacional, precios competitivos… Sin embargo, el fulgurante ritmo de crecimiento de las ventas en un primer momento parece que se ha ralentizado en los últimos dos o tres años. ¿La crisis? En el mercado español, sin duda. Pero también puede tener que ver, como apunta Mariano García, con la imagen de exceso de robustez y grado alcohólico que todavía proyecta hacia no pocos mercados el nombre de Toro. Y es que, como recuerda Louzada, en el vino –como en la vida misma- es más difícil eliminar las viejas etiquetas que crear las nuevas. Con todo, los aficionados de cierta edad pueden presumir de haber visto nacer y crecer un coloso del vino. Algo que puede tardar muchos años en repetirse. J.R. Peiró (SOBREMESA, octubre, 2012)