Cada uno pertenece a su tiempo. De niño, mis padres me iniciaron en los asuntos del vino sin sospechar que algún día acabaría escribiendo del tema para ganarme la vida. Era un tinto de El Pinoso (Alicante), concretamente de la pedanía de El Culebrón. Vino negro, algo turbio y levemente ajerezado, que mi padre me servía mezclado con agua (la gaseosa tardaría algún tiempo en llegar). Había que bebérselo. Así eran las cosas.
El horizonte se fue abriendo con los años. En una revista semiclandestina en la que trabajé a finales de los setenta, en la mancheta figuraba invariablemente un colaborador apellidado Torres. Eran los tiempos del coñac en el primer cajón del escritorio. Las sutiles fronteras entre el brandy genérico y el charentés todavía no estaban muy claras en el país. A todos nos gustaba el catalán porque nos recordaba más que otros a uno llamado Rémy Martin que había traído alguien de Andorra. El más difícil de encontrar en Madrid era el Argentí, un coñac barato pero con mucha clase.
Descubrimos el whisky en las novelas de Chandler y Hammett, sobre todo en los personajes que encarnaba el duro de Hollywood por excelencia: un tal Humphrey. La botella duraba tres o cuatro partidas de mus, o una madrugada de confidencias si los contertulios no eran más de tres. La única regla era escapar a toda costa de una marca a la que habíamos bautizado como Dragados y Construcciones, más que nada por la dureza de las resacas (y eso que se decía que el whisky no producía daños colaterales).
Para aficionarme al cubalibre y el ron siempre me faltaron dotes de bailarín. Tampoco pude nunca con el destornillador, y menos aún con las margaritas que preparaban en el restaurante mejicano de la esquina con un tequila de falso agave (más tarde pudimos descubrir el auténtico, nada que ver). Total, que, sin saber cómo, acabé desembarcando en el gin-tonic. Ha sido mi noviazgo más duradero en el mundillo de los vapores etílicos.
UN LIMÓN EN EL BOLSILLO. Mis medidas: dos dedos de ginebra (antes del hielo), dos cubitos y medio botellín de tónica. Nunca la rodajita de limón que se empeñan en colocarte en las barras del mundo entero, a menos que el limón sea de confianza, es decir, del huerto de un vecino. ¿Que por qué? Por deformación profesional, of course. Iniciado, e incluso inmerso, en el vino como uno está, uno de los peores defectos que pueden aparecer en un tinto, o blanco, es un molesto olor de humedad que te impide disfrutarlo plenamente, penetrar en sus pliegues más escondidos. Los entendidos lo atribuyen bien al corcho (este vino está bouchonné, dicen los franceses) o bien a un descubrimiento más reciente denominado teceá, una contaminación estructural de las bodegas que a más de un empresario le ha costado la ruina.
Pues bien, ¿no han notado ustedes que una buena mayoría de los gin-tonics con rodaja de limón huelen a limón viejo, a trapo de fregar, a humedades? Mi amigo Jaime, que de esto sabe lo suyo, dice que a los cítricos les ocurre algo muy parecido a lo del vino. Que la mayoría de los limones duerme en cámaras ocho o nueve meses antes de llegar a sus manos, y que es ahí donde atacan ciertos hongos responsables de esos aromas indeseables.
La calidad de las nuevas ginebras de gama alta es un tema recurrente de las sobremesas en ciertos ambientes de iniciados o exquisitos. Que si la fórmula del London Gin es menos especiada que la del Bombay Saphire, que si es más equilibrada la Hendrick’s que la Citadelle… La discusión deriva pronto hacia el refresco inventado por el doctor Schweppes (¿qué opina usted del árbol de la fiebre?). Pero al final, ni la fórmula magistral ni la quinina; el componente que gana la partida casi siempre acaba siendo el dichoso limón contaminado.
Tal vez por ahí, por Valencia y aledaños, estén ustedes a salvo de los limones de cámara con humedad controlada. Pero si les gusta la compañía cítrica, yo, por si acaso, me llevaría un limón de la familia en el bolsillo. J.R. Peiró (ANUARIO DE LA COCINA DE LA COMUNIDAD VALENCIANA, 2008)