Emilio Rojo Bangueses (Arnoia, 1951), celebra estos días su cosecha número 30. Los vinos de este ingeniero de telecomunicaciones metido a viticultor –“cosechero minifundista”, como él mismo se define- tienen mucho de arte y ensayo. Llevan marcada a fuego la singularísima personalidad de su autor y no dejan indiferente a nadie: o los adoras o los ninguneas. Aunque muy pocos pueden permitirse estos lujos, porque su minúscula producción –nunca quiso hacer más vino que el que pudiera cultivar, embotellar y distribuir con sus propias manos- se vende por riguroso cupo, como el Lafite Rothschild. En la actualidad produce menos de 6.000 botellas anuales que se disputan los mejores restaurantes del país y algunos de los comerciantes más exquisitos del planeta. Blancos irrepetibles, salidos de sus 1,5 has de viña en el municipio orensano de Leiro. El regreso de Emilio Rojo a los paisajes de su infancia en 1987 (año de su primera cosecha) significó un antes y un después para los vinos del Ribeiro. Sus paisanos le admiran y respetan.
Pregunta.- ¿El vino le ha proporcionado en estos 30 años más amigos que enemigos, o lo contrario?
Respuesta.- Preferiría haber conseguido algún enemigo interesante, del que sentirme orgulloso y poder aprender algo. Pero no he tenido suerte. A cambio, he logrado hacer amigos estupendos que me hacen olvidar esta carencia.
P.- ¿Artista o artesano del vino? ¿Cómo prefiere que le vean?
R.- Como un campesino que trabaja a escala humana fuera de todos los ismos.
P.- ¿Cómo consiguió que Woody Allen sacara una botella de Emilio Rojo en una de sus películas? ¿Alguna otra celebrity que se haya interesado por su vino?
R.- Supongo que probaría el vino en Il Buco’, de Manhattan. A veces me cuentan que tal o cual famoso pidió una botella, pero se me olvidan pronto los nombres. Todos los clientes son celebrities para mí. Incluido mi peluquero, que trabaja las cabezas de los mejores artistas de Orense.
P.- En algunos ambientes tiene usted fama de esquivo, de no estar muy interesado en la crítica del vino ni en sus mentideros habituales.
R.- Parafraseando a mi padre, eu, ao meu. Prefiero estudiar las críticas de los vinos de otros, que son los que bebo.
P.- Algunos comerciantes y restauradores se quejan de que suelta su vino con cuentagotas.
R.- Siempre me empleo a fondo en lo que me gusta, como el trabajo en la viña, al aire libre. Esto me produce una estabilidad mental muy rentable, porque dulcifica el esfuerzo y, además, atrae a muchos compradores.
P.- ¿El mejor piropo que ha escuchado de un vino suyo?
R.- “Su vino es muy barato”. Lo dijo un ingeniero de caminos en una merienda con sus colegas, a la que me invitaron. Es gente acostumbrada a calcular la rentabilidad de las inversiones.
P.- ¿Y la crítica más feroz?
R.- Olvido fácilmente las críticas, porque la mayoría no llegan a interesarme. Trabajo más los aspectos abstractos y humanos del vino.
P.- ¿Se ha planteado alguna vez multiplicar el número de botellas que llevan su nombre en la etiqueta?
R.- Jamás. Después de 30 años he conseguido cosechar menos botellas que cuando empecé. Con el resultado de clientes cada vez más exquisitos. Esto me excita y me motiva para superarme.
P.- ¿Cómo sería, a su juicio, un vino perfecto?
R.- Detestaría la perfección, si existiera. Intentar acercarse a ella es más productivo, pero sin esclavizarse. Lo que busco en un vino es elegancia y sutileza.
P.- ¿Cuál de sus 30 cosechas le gustaría repetir?
R.- Ninguna. Espero mucho de las futuras. Como también decía mi padre, muriendo y aprendiendo.
P.- ¿Qué es lo que aprende un cosechero del Ribeiro después de 30 vendimias?
R.- A valorar los aspectos inmateriales del intercambio. Al final, aprecio más la personalidad y humanidad de mis clientes que su cartera.
Texto y fotos: José Ramón Peiró (Metrópoli)