Barras y tapas: LA FIEBRE DEL GASTROBAR

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Mientras la crisis se lleva por delante algunos de los templos sagrados de la cocina, el bar de tapas conoce momentos de esplendor. Quién iba a sospechar que los comedores más elegantes del ensanche de Barcelona acabarían disputándose la clientela con la barra de Pinocho, en la Boquería, donde ejecutivos y gourmets de paso desayunan suquet de langosta con Veuve Clicquot, callos con tinto del Priorato y cazuelitas de garbanzos con sepia. O que el negocio hostelero más rentable de la Villa y Corte iba a terminar siendo el rehabilitado mercado de San Miguel, una inmensa expendeduría de cañas, vinos y aperitivos, donde las ostras alternan con los chicharrones y el jamón de Joselito con los pepinillos en vinagre.

LAS ONG DEL PALADAR. La barra de tapas se coloca en el centro de la escena gastronómica y se convierte en el nuevo paradigma de la modernidad. Como si fueran organizaciones no gubernamentales del paladar, muchos chefs laureados deciden poner sus recetas al alcance de cualquier bolsillo y ofrecen pinchos en locales de segunda marca, como ya hicieron en su día no pocos restaurantes de lujo parisinos, según unas versiones para acomodar a los clientes que no conseguían reserva de mesa, según otras, porque comenzaban a olisquear que el alegre menú de 250 euros no podía durar mucho tiempo.

No se sabe si este renovado furor por la tapa y la barra comenzó cuando alguien llamó «alta cocina en miniatura” al surtido de pinchos de los bares del barrio antiguo de San Sebastián, incluida la popular gilda (anchoa, guindilla y aceituna ensartadas en un palillo), o si es el último eslabón evolutivo de la culinaria tecno emocional de los Adrià, cuyo primer negocio lejos del Bulli de Cala Montjoí fue, no hay que olvidarlo, un local de tapas llamado Inopia. Asistimos al nacimiento del gastrobar.

DEL «SEPIONET» A LA ESPUMA DE MORCILLA. De un tiempo a esta parte proliferan en el país los concursos de tapas y no hay guía ni congreso gastronómico que no dedique un generoso espacio al apartado de la barra y el aperitivo, eso que algunos bardos del estómago han llamado el arte de comer de pie. El gotha de la crítica discute últimamente sobre si el citado término gastrobar –heredero del gastropub londinense- sólo debe aplicarse a la versión prêt-à-porter de los chef estrellados o si debe hacerse extensivo a las mejores mostradores de aperitivos, al margen del pedigrí de quienes los regentan. Mientras discuten los sabios, las cadenas del fast food nacional suben la nueva palabra al rótulo de la puerta y la convierten en un estupendo señuelo para vender calamares fritos y montaditos de lechuga a los turistas.

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Hemos llenado de conceptos y ladrillo visto el viejo bar de tapas, al que también le hemos fabricado un léxico a la altura de los tiempos. Incluso algunos cronistas regresan a la añeja sociología de la barra como expresión de una forma de estar en el mundo o como alternativa barata al diván del sicoanalista. Uno siempre se alegra de asistir al alumbramiento de una nueva forma de comer, aunque el recién nacido esté a punto de cumplir cien o doscientos años. Lo único que le preocuparía es llegar un día al bar de su amigo Manolo y descubrir que en las vitrinas del mostrador la espuma de morcilla ha tomado el poder y ha desalojado para siempre a los sepionets recién traídos de la lonja, la mojama y los caracoles con tomate. J.R. Peiró (Anuario de Cocina de la Comunidad Valenciana, 2013)

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