La Ribera del Duero vuelve con fuerza al centro de la escena báquica del país. Es cierto que la denominación de origen que estableció el nuevo estilo de los tintos españoles nunca ha dejado de estar a la vanguardia de la calidad, pero no lo es menos que su condición de referente había ido debilitándose a lo largo de los últimos años, debido a un conjunto de factores, entre los que hay que contar un crecimiento espectacular –no siempre ordenado, según algunos observadores- o el triunfal resurgimiento de viejas comarcas vinícolas castellanas, como Toro o Bierzo.
Ahora, sin embargo, vuelven a soplar aires de renovación en la zona y un sinfín de etiquetas de nuevo cuño se disputan la atención de los aficionados. Desde su fundación como denominación de origen, decir Ribera era decir tinto moderno, repleto de fruta y tanino, con toda la energía y el carácter que demandaban unos mercados internacionales fuertemente condicionados por el gusto de Robert Parker. El nombre de la zona estampado en la etiqueta era como un talismán a la hora de vender vino. La ribera se convirtió en pocos años en un poderoso imán para los principales grupos bodegueros del país, como Bodegas y Bebidas (hoy Domecq Vinos) con su Tarsus, Codorníu (Legaris), La Rioja Alta (Áster) o Torres (Celeste), por citar sólo algunos de los ejemplos más conocidos.
Tras su espectacular lanzamiento, pocos inversores con posibles se resistieron a la tentación de abrir una bodega junto a este tramo de gran río castellano del vino, con el resultado de unas cifras de producción que estaban claramente por encima de las posibilidades de un mercado saturado, que buscaba mejores precios en los citados Toro y Bierzo o en una renovada Rioja que comenzaba a despuntar con vinos más en sintonía con el gusto de los consumidores del s.XXI.
La poderosa constitución de los vinos ribereños hace tiempo que se reveló como un argumento insuficiente para dar salida a una producción que crecía cosecha tras cosecha, empujando a las bodegas a explorar nuevos caminos vitícolas, enológicos y comerciales para sus etiquetas. De este modo, en poco tiempo hemos visto nacer vinos de terruño -o de parcela-, vinos ecológicos y biodinámicos, vinos de autor o, simplemente, botellas avaladas por la cara de un famoso, como es el caso de Antonio Banderas en su Anta Banderas, adquirida por el actor hace apenas un año, o de Imanol Arias, asociado con la familia Moro en el proyecto Cepa 21.
SIMETRÍAS RIBERA-RIOJA. Hace ya diez años, Víctor de la Serna llamaba la atención sobre un movimiento de convergencia, según el cual los vinos europeos comenzaban a imitar a los del Nuevo Mundo, mientras que éstos comenzaban a aplicar los catecismos tradicionales del Viejo Continente. Un juego de simetrías bastante similar al que han ofrecido recientemente una Rioja en busca de vinificaciones más cercanas a las que se obtenían junto al Duero y unos riberas que parecen inmersos en un proceso de dulcificación de sus rasgos más contundentes, situándose en un espacio enológico más próximo a los tintos riojanos: menos poderío en aras de una mayor sutileza y riqueza de matices.
Una nueva tendencia que se puede apreciar en no pocos vinos alejados de los circuitos del gran público, como el fino y balsámico Raíz de Guzmán, el floral y fresco Gran Solorca Reserva (Viña Solorca) o el Lynus (Lynus Viñedos y Bodegas), que nos parece toda una lección de sutileza en el manejo de la crianza en madera. Una generación emergente de vinos que se apartan de los estereotipos al uso en las márgenes del Duero. Lo mismo que el excelente Astrales, tinto de seductora mineralidad diseñado por Eduardo García (hijo de Mariano, el maestro del Duero), o el Rento (Agricultura y Bodega Renacimiento de Olivares, grupo Matarromera), sorprendente conjunción de suavidad y delicadeza en la copa.
LA CARTA DEL TERRUÑO. Otra de las grandes líneas de renovación y puesta al día de la Ribera del Duero está en los vinos de parcela, categoría en la que se inscribe un puñado de las grandes joyas de la reciente enología castellana. Nombres como El Picón o El Nogal, ambos de Pago de los Capellanes, bajo la batuta de Francisco Rodero; como Sanchomartín o Valderramiro, ilustres apellidos del célebre Malleolus de la familia Moro; el Viñas de Valtarreña de Carmelo Rodero, el Viña Pedrosa La Navilla de los Pérez Pascuas, el Pago Santa Cruz de los hermanos Sastre, el Cuesta de las Liebres de Pago de Carraovejas o la soberbia colección de vinos de parcela de Dominio de Atauta, encabezada por el imponente Valdegatiles… Vinos que hablan de la voluntad de un sector bodeguero dispuesto a jugar como nunca la carta del terruño y que dibujan un horizonte mucho más plural y rico que el conocido hasta la fecha.
Y junto a los vinos de finca, de producciones generalmente muy limitadas, comienzan a proliferar los vinos de autor, capítulo iniciado por Peter Sisseck con su celebérrimo Pingus y continuado por enólogos del prestigio de Telmo Rodríguez (Matallana) o el citado Mariano García, con su laureado Aalto PS. Una elite a la que se ha incorporado Agustín Santolaya (Roda), cuyo Corimbo de Bodegas La Horra de inminente aparición ha desatado todo tipo de expectativas entre los críticos y los buenos aficionados.
Los tintos de la Ribera se diversifican por momentos. Ante el aficionado se despliega una deslumbrante pasarela en la que tienen cabida vinos de todos los estilos imaginables, concebidos para satisfacer los gustos más variados y, algo realmente novedoso, situados en un abanico de precios mucho más amplio –y democrático, por qué no decirlo- que el de hace apenas cinco años. Lo dicho, la Ribera vuelve a reclamar con fuerza su lugar bajo los focos. J.R. Peiró (SUMILLERES, junio 2010)